PITUCOS DE MIERDA
Soy un resentido social y películas como Las mejores familias me dejan aún más en evidencia. Pese a ser una comedia no hay en esta película un solo elemento que no me haga rascar: historia de pitucos orgullosos hasta revelarse culposos y decadentes, star system peruano blanco y acholado -sí, eso ya existe-, y aleccionadora corrección política contra la brecha de clases. Ah, y malas canciones: “Lima animal” (al inicio) y “Bájate del pedestal” (en los créditos), ambas compuestas e interpretadas por el también director, productor, guionista y editor de esta película Javier Fuentes León. Pues cine de autor en toda regla, caray, como confirman los cánones afrancesados del término: autoría aquí, allá, más allá y acullá.
Pero no es una queja. No. Sólo estamos entrando en confianza.
El director de la culebrona coproducción Contracorriente (2009) y de la enredada en su propio guion El elefante desaparecido (2014), con Las mejores familias hace su película más relajada, digamos, aunque nunca exenta de múltiples alegorías como tanto le gustan.
La historia transcurre principalmente en San Isidro, distrito pituco de Lima por antonomasia, donde se reunirán en un almuerzo las familias Alayza y Santisteban, cuyos miembros con sus respectivas parejas parecen primos entre sí. O quizás lo sean, como bien sabe la endogámica alcurnia limeña. Nos adentramos a una burbuja aristocrática de apariencias y rancia nostalgia que estaría por reventar con la revelación de un secreto de 30 años que involucra también a las trabajadoras domésticas de ambas casas, también familia entre sí. No es por evitar spoiler sino por flojera que me guardo el secreto en cuestión.
La Lima más dividida que nunca post elecciones presidenciales 2021 se representa fuera de campo en dos marchas de posiciones enfrentadas y que a mitad de la película chocan en las afueras de la casona donde están las familias reunidas. Marchas que parecieran decorativas en el guion, pues se les menciona constantemente como detalles intrínsecos de la caótica ciudad, pero cuyo enfrentamiento en San Isidro deviene en el agravante “prole”, externo, del drama burgués ya detonado puertas adentro durante el almuerzo con el secreto revelado. Como un segundo impacto argumental, el fuera de campo entrando al encuadre con humo y caos. Una especie de alegoría chistosa de una Lima desbordada y sin espacios exclusivos que lo arrolla todo.
Entonces, el “pueblo” (los marchantes en combinación con las fuerzas represoras del Estado) invaden con bombas lacrimógenas el íntimo espacio aristocrático sanisidrino haciendo correr a cada pituco del almuerzo rumbo a una casita avejentada en el jardín que conecta las casonas Alayza y Santisteban en el mismo perímetro. Casita que funge cual limbo donde se contuvieron varias historias entre simpáticas y vergonzantes a lo largo de los años y donde también se podrían resolver los conflictos familiares con un poco de paciencia. Otra alegoría unívoca de esas a la que el guion vuelve para desactivar cualquier subtexto posible. Porque bien clarito debe quedar todo, parece. Y si los ricos van a llorar, al menos que hagan reír.
"¿Para qué trabajar si podemos hacerlo por ti?", se lee al comienzo de la película en una valla publicitaria gigante donde posa una estereotípica modelo blanca descansando en la piscina. Colorida y costosa valla instalada como contraste al grisáceo barrio conero donde viven las hermanas, y también empleadas domésticas de las familias en cuestión, Luzmila y Peta (Tatiana Astengo y Gabriela Velásquez, respectivamente). Hacia el final, comedia desenredada y drama desenlazado después, aquella chica blanca en la piscina del anuncio es reemplazada onírica y simbólicamente por la figura de Luzmila como si no tuviera que trabajar por y para nadie de nuevo. Pero de inmediato despierta de ese reconfortante sueño para seguir siendo la estresada empleada de la misma vieja pituca que la emplea desde que era una niña. Condición heredada, pues su madre (Haydeé Cáceres) era también trabajadora en aquellas casas. Todo muy circular, cíclico, redondito, pulido, ah simbólico y hasta chistoso a veces; pero, pese a que la casita de los secretos ya quedó arregladita al final de la película, todo seguirá igual, con “los de arriba y los de abajo” inamovibles. O sino sólo sigue soñándote en la piscina como Luzmila.
Y es que estas películas sobre burgueses agobiados hechas por burgueses más relajados suelen ser autoindulgencias que ellos se permiten ventilar públicamente a través del cine como culposa enmienda social hasta que los créditos finales indiquen que se acabó el show para el pueblo. Aunque en verdad el show sea para ellos mismos.
John Campos Gómez / Andares Cine