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PESO GALLO (2022)

PESO


Legitimar un deporte, o un arte, es común y hasta necesario. Pronto supe que se tratan de dos cosas distintas, como temprano me respondí a mí mismo que no podía ni quería ser boxeador. La cuestión deportiva me asqueaba. Yo era, en todo caso, un peleador o artista marcial, pero jamás un deportista. La disciplina para mí era la parte más molesta, así que terminé por eliminar lo marcial y me quedé con el arte.

Por ello los reportajes que se disfrazan de documental y nos hablan de los esfuerzos disciplinados sobre cómo se llega a donde cae la luz me son, por lo menos, descartables. Curioso es en este caso cómo la ficción tiene menos intrusos de ese tipo. Obviamente no por la cuestión formal o narrativa, sino por la discursiva. En ficción solemos atravesar la psique de los peleadores, siendo los tramos más interesantes las partes menos iluminadas de tal psique en cuestión. Pues a mayor luz, más inevitable es la sombra.



Se tendría que empezar por ahí el abordaje de un filme como Peso gallo (Hans Matos, 2022). Una película con la que formalmente podemos discrepar, justamente por su disciplina, ésta entendida como lo que no nos permite olvidar que se está viendo una película mientras se la ve —porque bien sabemos que todos pueden pelear, pero dedicarse profesionalmente a eso es otra cosa; de la misma forma todos pueden, profesionalmente, registrar una pelea, pero sensitivamente lograr una es distinto—. Pero, al mismo tiempo, Peso gallo como obra discrepa con su contexto, pues representa un punto de partida diferente. Empezando por el hecho de que es una historia urbana filmada en una región. Ya no hablamos de un cine regional suscitado en un caserío o pueblo. Hablamos de una película que tiene escenas en rings, plaza de armas, campos de maratón, chifas y puentes peatonales. Y esto no es una cuestión únicamente de arquitectura, tiene que ver con una decisión temática importante que propone nuevas rutas en el cine que se hace fuera de la Lima ombligo.

El espacio es importante en Peso gallo. Sobre todo porque la historia permite que colapsen junto con la suerte de su protagonista. Después de seguir intensamente a Enrique (Max Huiza) en sus lugares íntimos y abiertos, además en sus momentos más lúcidos como en los más censurables, llegamos a la disolución entre adentro y afuera. Como en la escena donde las verdaderas intenciones del padre (Melvin Quijada) se revelan de la forma en la que sólo las verdaderas intenciones de alguien se pueden revelar en un chifa, ese mítico lugar peruviano. La desfachatez de su padre hace que Enrique se desligue completamente de él y de la confianza a medias que le tenía. La ruptura se da de forma interna, en el lazo paternal, y externa, en el espacio público ahora impregnado de lo privado. Lo único bueno de las crisis es que siempre sacan lo del fondo.



Es en estas alturas del film en la que notamos que el antagónico padre adolece del mal del malo. Eso que hacen algunas películas de pintar al personaje principal con varias dimensiones humanas, lo que es enriquecedor, pero a su antagonista con nada más que la tinta de alguien malo. Como si no se mereciese tridimensionalidad, como si sólo mostrar su malicia bastará para lograr el cometido del film. Hay, y nunca dejará de haber, gente que es una mierda, pero hasta los nihilistas echan un ojo a la pista antes de cruzar. Lo malo del mal del malo es que termina por revictimizar al personaje principal haciendo su sentir demasiado obvio al lado de su villano, lo cual delata el camino fácil para enganchar con las emociones del público. Entonces sí, este mal es populista, para variar.

Después de ese enfrentamiento anunciado, a Enrique se le complica seguir sosteniendo su mundo. Hay tomas de las calle a oscuras con nuestro peleador deambulante, fumando un cigarrillo para aumentar el dramatismo del momento, bajo las luces lilas de un paradero futurista, de esos que contrastan con toda una ciudad. Pero las duraciones de los planos me dicen que el interés principal de Hans Matos no es hacer un viaje visual-sensitivo que nos sumerja entre los límites de una localidad, de un mundo, sino de plantear una realidad subordinada a su condición social y económica. Esto parece ser el corazón del guión: las problemáticas de ser los últimos de la fila. Se ve en los sermones del profesor de box, en el miedo —fiel al sermón— que intenta advertir a sus alumnos sobre el problema de ser la escuela pequeña de Huancayo que se enfrenta a los árbitros comprados de Lima —ese lugar donde también hay chifas—.


Como suele ser en las historias de peleadores, en Peso gallo nos enfrentamos a la metáfora del boxeo como eje de la vida, esa que se lucha con los dientes, en la que cada pérdida no siempre tiene que ser una valiosa lección de epifanía con nutella. A veces, intentando regurgitar todos los kilos de mindfulness, el dolor sólo está ahí para doler. La escena, por ejemplo, en la que nuestro joven Enrique es bañado de puñetes, no nos piensa revelar el verdadero sentido de nada. Esa escena forma parte del sabor sin endulzante del retrato realista que es esta película.

Marco Zapata / Andares Cine



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