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EL CINE QUE LE IMPRIME VIDA A LA VIDA O LA DANZA DE LOS MIRLOS

Cuando se anunció la edición veintiséis o ya, vigésimo sexta del Festival de Cine de Lima, bajo el slogan o hashtag #elcinenosreune, su director, Marco Muhletaler, explicaba su deseo de poner sobre relieve nuestra supervivencia sobre la muerte, sobre la quietud, sobre el miedo que la pandemia extendió desde las salas UCI hacia todas las artes. Los festivales de cine migraron hacia la virtualidad, y fue y es aún, un espacio de comodidad en el que uno puede fácilmente asentarse y ver algo a solas y en pijama; pero así vamos perdiendo fuerza motriz, entrando en un espacio gris, dejamos de asistir al ritual del cine, dejamos la charla de al menos cinco minutos sobre lo visto a la puerta de un cinema con un desconocido.



Había que movilizar el espíritu, había que reunir las artes, había que recurrir a los métodos de Alfredo en Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), proyectando hacia la plaza, buscando el espacio, pero con más fuerza, buscando la vida.


Aquí entran Marco Muhletaler (director general del Festival de Cine de Lima PUCP), y Josué Méndez (cineasta y director artístico del mismo), y Los Mirlos, y Álvaro Luque (director del documental) y todo su equipo, para dar los mejores créditos que se han visto, y aunque es mi primera asistencia, por lo comentado, fue la mejor de las inauguraciones en la vida del festival. Si durante el documental ya era difícil conservar la postura quieta, intentar quedarse tieso, parecer serio, cuando apareció la agrupación en el escenario, había que abandonar cualquier registro adicional más que el propio, el que va de ojos y oídos a todo el cuerpo. El Gran Teatro Nacional se movió entonces como un solo cuerpo, vi a Muhletaler complacido viendo hacia el auditorio como un director de orquesta. Entraba el cine por la música y la música por el cine y esa era La danza de Los Mirlos, y esa era en claridad de sensaciones la magia que reúne, lo que moviliza a cualquiera de nosotros de un extremo a otro de la ciudad para vivir un poco en cada película. Parten de una misma materia las artes, cualesquiera, como manifiesta Jorge Rodríguez Grandez (cantante y productor del grupo) en el documental, que si no se hubiera dedicado a la música hubiera hecho cine. Son precisamente esos registros autobiográficos el material con el que Álvaro Luque ha compuesto, bajo las exigencias de quienes quieren ver resumidas teoría de la composición musical, historia de la cumbia amazónica, historia de las disqueras, de las movidas musicales de los años 70, historia de cada uno de los integrantes, de Moyobamba y sus clubes, del parentesco musical y familiar con Los Destellos, de la influencia de Los Mirlos dentro y fuera del territorio, de las tragedias y polémicas alrededor de sus canciones, y de su legado: todo en hora y media. A tener en cuenta que el documental parte del deseo de Jorge Rodríguez Grandez de narrar su vida, y su vida es indivisible de cada uno de los puntos que el documental toca. Queda claro que La danza de los Mirlos abre con el bandoneón de Gustavo Rodríguez Sandoval, padre del cantante, y en medio de esa amplitud, como un ejercicio de inhalación/exhalación, tan breve como puede ser la vida, se narra preñada de colores, propios de la psicodelia, el aire que es la cumbia, este redescubierto “nuevo rock and roll”, que ya anticipa Jorge, queda en manos de su hijo mantener abierto.


La presentación musical culminó con la danza moyobambina “La familia” y me preguntaba por qué, por qué no con un tema más conocido, pero es claro en el documental y en la puesta escénica que volver al núcleo, a nuestra tierra, nuestro punto de partida, a esas primeras imágenes, a un proyector super 8, o a una butaca en un cine, es nuestro acto humano natural de supervivencia.


Dos años esperamos para este baile.


Dixia Morales / Andares Cine

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