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Foto del escritorANDARES

MATAINDIOS (2018)

Actualizado: 16 sept 2022

JUGUEMOS A LA HEREJÍA


Yo confieso ante ustedes hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.*



Me acerco a este filme con la misma rebeldía secreta que alguna vez tuve de ir a recibir la hostia sin bautizarme ni confirmarme ni confesarme, sólo por saber a qué sabía el cuerpo apanado de ese tal Jesucristo. Escribir sobre/acerca del cine, es ahora uno de mis tantos actos de herejía, porque entré a este espacio con atrevimiento, porque no pedí permiso ni pienso hacerlo.


Mataindios, es una liturgia en seis actos, seis capillas en donde la película/procesión descansa para ilustrarnos el sincretismo religioso en una comunidad campesina ubicada en las afueras de la región Lima. Rituales pormenorizados en estampas fotográficas que retratan las celebraciones, una fiesta patronal como se realizan en todo lugar de la serranía peruana. No sabemos sino hasta los créditos en dónde se ubica la película —Huangáscar, provincia de Yauyos en la región Lima—, no sabemos a quién se dirigen todas las ofrendas que se preparan sino hasta La misa para el patrón; solo así, como “el patrón”, está signado el personaje. El patrón —esta palabra denota la relación vertical—, o santo patrono, es a quién se le pide permiso, se le convence para entrar, a ese recinto/promesa que es la iglesia /la fe/ el cielo. Esa figura de santidad es Santiago apóstol, quien para la península ibérica es el matamoros, y para América, el “Mataindios. En la película de Óscar Sánchez y Robert Julca, Santiago Mataindios, es el personaje e imagen que concentra la fe, la autoridad de la iglesia —que es también la embajada para otras figuras del poder, como lo fue para la invasión o conquista española—. Es la figura e imagen del sometimiento de la voluntad, de la razón, el apaciguamiento de cualquier atisbo de rebeldía.


Cada aspecto del ritual está detallado por una fotografía que se detiene en los campos, en la gente, en los objetos; ahí todos los detalles en materia y acciones que configuran un pueblo serrano: el barbecho, fertilizar con ceniza, el atado de chamizos, las mantas, los sombreros, las blusas de cuellos orlados, los pocillos de fierro enlozado, la vicharra, la esquila, el lavado, tinturado y el hilado de lana, las flores en los sombreros, las puertas y mesas de madera seca y cerraduras oxidadas, el arpa, el violín, el saxo, las paredes de adobe y la iglesia. Ese altar, esos motivos pictóricos del lugar me remitieron sin remedio a San Pedro de Huacos, en la provincia de Canta, de dónde proviene mi familia materna, tan símil hasta en los caminos y los paisajes, la disposición de las bancas y poca luz dentro del templo, los rezos. Por sobre los detalles que reviven la memoria de lo que es una comunidad campesina y su fervor religioso, está la historia de masacre que apenas aparece, en el listado de nombres que son llamados, en la pesadilla de la campesina, en los diálogos breves y sin mayor contexto que unas cruces blancas, con las que el espectador agudo podrá colegir que se trata de una tragedia común fechada un 24 de julio de 1987, una tarea de investigación que los directores delegan al espectador.


Terminados los actos de contrición, en el capítulo denominado Quejas para el patrón, los adultos y ancianos aparecen mudos alrededor de las angarillas del santo, con incipientes muecas, en un rumiar de resentimientos y después de un largo detenimiento, como en un arrebato muy superficial, toman palos y lo castigan en sus andas, sin mirarlo, haciendo catarsis del dolor pero siendo incapaces de levantar las mano con más firmeza o la vista hacia El patrón. A un lado, aunque formando parte del mismo plano, ensimismados, ignorando estos actos, están los niños.


Los ñiños, en esta película, cumplen un rol fundamental, desde principio a final, desde que aparece una niña dando la espalda a la puerta de la iglesia, sus juegos atizando la pesadilla de la campesina, sus actos distraídos y sus ausencias, como en esa plaza donde los adultos descansan inmóviles luego de una aparente borrachera. Y el final, ese final, en que con frenesí se trepan y destrozan, sin ningún temor ni respeto desmantelan signo a signo a Santiago, a su caballo, arrancan su cabeza y lo desbarrancan. Y vemos este último acto, Epílogo, a través de una cerradura como al principio. Si en Wiñaypacha (Oscar Catacora, 2017) hay una clara referencia al abandono de deidades aymara, donde la tragedia para estos dioses es la ausencia de los jóvenes más que su presencia y acciones directas, aquí son las manos de los niños las que catalizan todo, y su vandalismo es frenético, con mayor licencia, pues van contra una herencia de procedencia hispánica.


Este colofón es una declaración sobre el posible viraje que el sincretismo, los traumas de nuestra historia de explotaciones y masacres, tomen en generaciones nuevas. Dice sobre el porvenir, que los niños destrocen la imagen de fe, y quedan para el espectador pensar sobre las razones: por rebeldía, por hartazgo, por justicia, o lo hacen como una reacción natural, propia del juego, la curiosidad, de alguien que decide abolir una tradición de sometimientos. Nada más opuesto a la niñez que la disciplina.


Debo decir que por los tantos años de catolicismo que llevo, y por ser nieta de una fervorosa creyente, sentí pavor con esa escena; luego, y rememorando, reparé en mi parentesco con estos chicos, pues sigo siendo la niña que se negaba a besar los pies de San Antonio.


* Oración católica “Yo pecador (Yo confieso)”, de rezo frecuente en las misas. Para este artículo ha sido modificada suprimiendo la alusión al "Dios Todopoderoso".


Dixia Morales / Andares Cine

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