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LXI (2021)

UN CINE QUE NO PESA


Son varios los motivos de mi desinterés por películas como LXI (61), segundo largometraje de Rodrigo Moreno del Valle, y no sé si les parezcan “muy cinematográficos” si es que tramposamente reducimos “lo cinematográfico” a los apartados técnicos y de puesta en escena como manda el decálogo del autorismo. O sea, la representación. ¿Pero acaso los llamados universos (contextos, perspectivas y discursos) de los propios cineastas no son también parte fundamental de sus respectivas identidades autorales? O sea, los temas que abordan, sus miradas al respecto y cuánto importa ello en nuestras propias valoraciones de sus películas.



Sabemos bien que solamente de formalismos técnicos no podemos constituir los valores cinematográficos que definen nuestros intereses. Mucho menos sólo de los temas elegidos por los autores porque sino emboscaríamos al cine en una labor didáctica tan adormecedora que casi invalidaría su existencia. Entonces, en el trenzado de qué-se-aborda con el cómo-se-representa (cinematográficamente) se encuentra lo que terminamos apreciando en el cine que personalmente defenderemos, aunque en esas infinitas variables de trenzados podríamos hallar las más impredecibles reflexiones. Vaivenes varios y alguna contradicción que demandará los más templados argumentos.


Sin embargo, decido quedarme en mi propio trenzado -o manera de sentir el cine- para reafirmarme en una cuestión que no puedo dejar de lado por honestidad conmigo mismo. Parece cachita pero no es tal. Y es que al menos yo no puedo con las películas de pitucos o, mejor dicho, de las que se presentan como dramas de tormentas existencialistas cuando apenas se ahogan en un vaso de agua. Liviandad dramática revestida de calamidad traumática. O vaporosidad narrativa, gaseosa, que no pesa.


Pongo de excusa mi sesgo de resentido social para reprocharle a LXI que sea una película tan fácil de describir y eso me molesta mucho más: Cuatro amigos del cole (interpretados por Javier Saavedra, Cynthia Moreno, Rodrigo Palacios y Sebastián Rubio) se reúnen 20 años después por la súbita muerte de un entrañable miembro de su grupo. Con el paso del tiempo se soterró un delicado episodio sexual entre dos de ellos que unos recuerdan con reparos y uno simula haberlo olvidado hasta que el exceso de alcohol se lo exterioriza bruscamente. Entretanto, conversaciones superficiales -normal en cualquier grupo de amigos reales o ficticios-, leves discusiones políticas que definen a los personajes -cosas de los guiones-, algunos recuerdos que ponen en contexto el drama latente, un clímax tan predecible como efectista y fin.


Casi como paréntesis, expreso mi aprecio por la azulada frialdad de la cinefotografía de Pablo Polanco principalmente en exteriores, cuando el apesadumbrado Humberto (Javier Saavedra) va de aquí para allá en bicicleta entre los barrios de Miraflores y San Isidro según pude reconocer. Brevísimas escenas que fungen como transiciones y nos acercan a su silencioso duelo personal.


Sin embargo, veo LXI -como también titula el lisérgico video experimental que abre la película y que se revela de autoría del fallecido Bernal en sus últimos días- e inmediatamente recuerdo Norte de Fabrizio Aguilar y La bronca de los hermanos Vega, ambas películas del 2019. Y no es tan buen recuerdo. Aquéllas son tres historias de burgueses apocados a la espera de que un giro de guion nos enfatice que algo importante pasará. Formal y temáticamente son películas aburguesadas, más audibles que visuales, y por ello más dependientes a la rigidez de su escritura que de su vuelo audiovisual. Como la peor tradición del cine indie-fresa mexicano del que la tremendista Oso polar (2017) es uno de sus últimos y más feos representantes.


Extraño el espíritu callejero de su ópera prima Wik (2016) -también coescrita junto a Illary Alencastre, quien repite en la dirección de arte- y el cariño a sus personajes desangelados. Ese ánimo de recorrer los espacios de Lince, su luz y su bulla, para incrustarlos a la trama como parte de un todo que se expresa con coherente desaliño. Era una película anticlimática -o de baja intensidad dramática, si prefieren- que, por sobre pulso narrativo u oficio técnico, revelaba a un director que entendía que ni los valores de producción ni los más altisonantes clímax hacen a las películas mejores.



John Campos Gómez / Andares Cine


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